— Apruebo esa determinación,—repaso Gil de la Cuadra, que no podía pensar nada distinto de lo que pensara su futuro yerno.
— Felizmente, no le falta á uno con qué vivir—añadió el mancebo con énfasis,—y yo creo que trabajando en lo que tengo no nos irá mal.
Ai decir nos, Anatolio miró á su prima, y Gil de la Cuadra, que pudo advertir palabras y mirad?, sintió una sensación de gozo como si los ángeles le cogieran en brazos para llevarle al cielo.
— Dime una cosa—preguntó D. Urbano, á quien la satisfacción le salía chispeante por ojos y boca:—¿conservas aquella haciendita tan preciosa de Cangas?
— Sí, señor—repuso Anatolio poniendo una pierna sobre la otra y echando el cuerpo atrás.
—La conservo, y los dos prados de al lado: aquél pequeño, que era del procurador Sotelo, y el grande, de Doña Nicanora. Voy uniendo todos los pedazos que puedo, porque quiero hacer una hacienda grande, muy grande.
— ¿Y las do3 herrerías de Mieres?
— También, también las conservo. ¿Pues qué, las había de vender? No las daría por cinco mil duros.
— ¡Caramba!—exclamó Gil mirando á su hija.—Y me dijeron que de la testamentaría de tu abuelo materno te tocó una casa en Luarca.
— Una casa, una cuadra y un taller de carretería. Los tengo arrendados, y aunque no son gran cosa, dan... sí señor, dan.