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el cielo y la tierra. Luego tomaba un lápiz, trazaba una parábola y marcaba un verso en la cumbre, otro en los declives, como la prudente dueña de casa que dibuja en un papel la colocacion de sus convidados. «Aqui levanta la voz, aquí piano, aqui solemne....» Yo oia en silencio, porque Encina no bromeaba jamás, y porque tenia costumbre de respetarle todas sus estravagancias. Al fin la lectura se hizo, el canto tuvo el éxito que se sabe, pero creo que, en el fondo, Encina quedó medianamente satisfecho de su intérprete.

Seguimos viéndonos con frecuencia, siempre á propósito de artes. Una noche, en su casa, la señorita de Montero interpretaba con un gusto esquisito el Nocturno núm. 2 de Chopin, pieza predilecta de Encina y mia. Pedimos la repeticion, y á medida que el triste andante se desenvolvia, Encina, á mi lado, lo traducia lentamente. Tenia la intencion de reproducirlo en verso. Fué nuestra primera discusion, sosteniéndole yo que la pieza era completamente ajena á la impresion que causaba. Es indudable que ese andante, como cualquier otro trozo escrito en las mismas condiciones de movimiento y marcha, despertaria sentimientos de una intensidad análoga, pero jamás los mismos, porque no todos los hombres están en la misma situacion