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perdidamente la inteligencia y que absorbe todas las facultades, nos escapa hoy por completo. San Ambrosio pasaba sus dias inmóvil, sentado frente á una pequeña mesa y leyendo en voz baja, siempre el mismo libro. San Agustin, lleno el espíritu del Hortensius de Ciceron y de las obras de Platon, que acababan de emanciparlo de las paradojas atrayentes de Faustino y los maniqueos, sentia en el alma un vacío horrible, porque al error habia sucedido la duda, é iba á buscar al lado del santo Obispo de Milan la luz y la verdad. «A menudo he penetrado, nos dice en sus confesiones, cerca de él, porque no era costumbre impedir la entrada ni aun anunciarle el que llegaba, entraba, pues, y lo veia leer en voz baja, jamás de otra manera. Permanecia largo tiempo sentado en silencio, (porque, quién habria podido turbarlo en tal aplicacion?), luego me retiraba, conjeturando que, durante el poco tiempo que le quedaba para reparar su espíritu y descansar, no queria ser distraido por otros asuntos.»

He tomado al azar ese tipo del misticismo; todos son iguales. La monotonia de la existencia y la concentracion de espíritu: he ahí los dos rasgos principales. Y eso sucede en todas las religiones. Nada mas terrible y absurdo á nuestros ojos que la salvaje vida con-