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Acta Pío XI

Estas palabras de Agustín, además de no haber perdido hasta ahora nada de fuerza y autoridad, ciertamente, como todos ven, han sido plenamente confirmadas por el largo espacio de quince siglos, durante los que la Iglesia de Dios, aunque atormentada por tantas tribulaciones y tantos trastornos; aunque desgarrada por tantas herejías y escisiones, afligida por la rebelión y la indignidad de tantos de sus hijos, confiando sin embargo en las promesas de su Fundador, mientras ha visto caer las instituciones humanas una tras otra, no solo se mantiene a salvo y segura, sino que aún en todas las épocas, además de haber estado cada vez más adornada con ejemplos de santidad y sacrificio y de haber encendido y aumentado continuamente la llama de la caridad en numerosos fieles, ha llegado con la obra de sus misioneros y de sus mártires, a la conquista de nuevos pueblos, entre los que florecen y crecen vigorosamente la ilustre prerrogativa de la virginidad y la dignidad del sacerdocio y del episcopado; finalmente, supo inculcar en todos los pueblos su espíritu de caridad y justicia de modo que incluso los hombres que le eran extraños o incluso enemigos sólo podían sino cambiar por ella la madera de hablar y de actuar. Con razón Agustín, después de haber mostrado y opuesto a los donatistas -quienes pretendían contraer y restringir la verdadera Iglesia de Cristo a un rincón de África- la universalidad, o como se dice, la catolicidad de la Iglesia abierta a todos, de modo que podrían ser ayudados y defendidos con los medios propios de la gracia divina, concluía el argumento con estas solemnes palabras: «Seguro que juzga al mundo entero»[1]; cuya lectura, no hace mucho, conmovió tanto el alma de un ilustre y muy noble personaje, que sin larga y seria vacilación resolvió entrar en el único redil de Cristo[2].

Por otra parte, Agustín declaró abiertamente que esta unidad de la Iglesia universal, no menos que la inmunidad de su magisterio ante cualquier error, no sólo procedía de su Cabeza invisible Cristo Jesús, que «gobierna su cuerpo desde el cielo»[3]

  1. San Agustín, Contra epistola Parmeniani, lib. III, n. 24.
  2. Henry Newman, Apologia, Edit. Londin. 1890, pp. 116-117.
  3. San Agustín, Enarrationes in Psalmos. 56, n. 1.