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Acta Pii PP. XI

no en la volubilidad y deshonestidad, no en discordia y envidia, sino revístanse del Señor Jesucristo y no se preocupen de la carne en sus concupiscencias»[1][a]. Todos saben cómo desde ese momento, hasta que entregó su alma a Dios, Agustín vivió ya totalmente consagrado a su Señor.

Pronto se mostró, tales y cuántos eran sus hechos, como una "vasija de elección" el Señor había dispuesto en Agustín. Tan pronto como fue ordenado sacerdote y luego elevado al episcopado de Hipona, comenzó a iluminar con los esplendores de su inmensa doctrina y a beneficiar no solo al África cristiana sino a toda la Iglesia con los beneficios de su apostolado. Meditaba así en las Sagradas Escrituras, elevaba prolongadas y frecuentes oraciones al Señor, cuyos fervientes significados y acentos aún resuenan en sus libros, y estudiaba intensamente las obras de los Padres y Doctores que le habían precedido y a quienes humildemente veneraba, para penetrar y asimilar cada vez mejor las verdades reveladas por Dios. Aunque posterior a aquellos santos personajes que brillaban como las más espléndidas estrellas en el cielo de la Iglesia, como un Clemente de Roma y un Ireneo, un Hilario y un Atanasio, un Cipriano y un Ambrosio, un Basilio, un Gregorio Nacianceno y un Juan Crisóstomo, y aun en su mismo tiempo como Jerónimo, Agustín recibió, sin embargo, la mayor admiración de la humanidad por la agudeza y seriedad de sus pensamientos y por esa maravillosa sabiduría de sus escritos, compuestos y publicados durante un largo período de casi cincuenta años. Si es difícil seguir sus publicaciones tan numerosas y copiosas que, abarcando todas las cuestiones principales de la teología, la exégesis sagrada y la moral, son tales que los comentaristas apenas alcanzan a abrazarlas y comprenderlas todas, será bueno, sin embargo, sacara a luz de una mina tan rica de doctrina aquellas de esas enseñanzas que parecen más oportunas en nuestros tiempos y más útiles para la sociedad cristiana.

Desde el comienzo Agustín trabajó ardiéntemente para hacer que los hombres aprendieran y creyeran con firme persuasión

  1. San Agustín, Confesiones, lib. VIII, c. 12, n. 29.
  1. Aunque el original de la encíclica cita las Confesiones de San Agustín, el texto recoge Ro 13, 13-14.