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recinto de su hogar, sin embargo de contar con una rica imajinacion y un estro lleno de armonia; ha limitado, puede decirse, sus inspiraciones á aquellos miembros mas amados de su familia, y con una gracia y abnegacion sublime repite á cada paso: «ella sola ha llenado siempre todos los momentos de mi vida.»

 Es decir que Maria de Santa Cruz no es la poetisa á quien el mundo alzará en su loor un himno de admiracion, porque quizás ni aun conoce el eco suave de su voz; pero en cambio en el santuario de su hogar siempre arderá radiante y bella la antorcha de la fe; siempre habrá para ella una flor fragante que embalsame su existencia, una palabra tierna que cual música dulce resuene en sus oidos y estre mezca su alma de placer.

 La primera inspiracion de Maria fué escrita por un acontecimiento de familia cuyo relato haremos mas adelante porque ahora vamos á ocuparnos de la siguiente composicion.

 Del lugar en que nació se trasladó muy niña aun, en union de su familia, al pintoresco y delicioso valle nombrado «La Macagua,» donde vivió feliz y tranquila sin que viniera la mas ligera nubecilla de pesar á empañar el claro horizonte de su risueña vida, hasta que por fin quiso el destino sufriese la pena de que para siempre le diera un adios tan triste como eterno á aquel lugar que amaba con delirio.

 Mr. Alfonso de Lamartine en semejante caso lo hubiera rescatado vendiendo unas pajinas recargadas de recuerdos que nutrían su alma encantándola; porque entre la idea de que los nuevos dueños de su amado recinto hollarían con planta irreverente los sitios en que oraba su Madre, y el hacha de la industria derribaría los árboles bajo cuya agradable sombra jugaba con sus hermanos, prefirió profanara mas bien el mundo con ávidas y curiosas miradas el libro de sus «Confidencias» y le diera por galardon una estúpida