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Almanaque Sud-americano

Frisaba la virgen en los primeros años de su pubertad, al mismo tiempo que de nuevo contemplaba el límpido azul del cielo limense.

La madre de Rosa, como todas las madres, procuró entonces halagar á la santa con los encantos puros destinados á la adolescencia, porque comprendía que el espíritu absorbido por el romanticismo de la devoción, debía compartir las horas entre la oración y el recreo.

Todo fué en vano.

Rosa huía del mundo sin conocerlo, casi le odiaba en medio de su santidad y misticismo; rehusaba el descanso y la alegría, y era su única aspiración vivir para Dios y sufrir en homenaje al Creador del Universo.

Nunca sintióse más satisfecha que cuando en la humilde y pobre morada de sus padres se le permitió construir un pequeño oratorio formado por débiles arbustos, al aire libre, y auxiliada por un hermano, adolescente como ella.

Allí, en la mañana y en la tarde, recibiendo sobre su cutis terso ya los rayos candentes de un sol abrasador, ya la ruda intemperie de las noches invernales, entregaba su espíritu á la contemplación y elevaba incesantes preces al Eterno por la humanidad descreída, rogaba por los pecadores empedernidos, por los herejes consumados, pedía perdón para todos, imploraba misericordia para tantos desdichados que llevan un corazón carcomido por nocivos consejos ó ejemplos perniciosos, y haciendo suyas las faltas ajenas, castigaba su débil é inocente cuerpecillo con los suplicios más atroces.

Ella, que no podía darse cuenta aún de lo qué era el pecado, y que según las declaraciones de los que fueron sus padres espirituales, insertas en el expediente de su beatificación, jamás cometió sino faltas levísimas, llamábase por éstas la pecadora más grande del mundo, considerando que toda penitencia era pequeña para repararlas.