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los sufrimientos. ¿Cómo hacerle partícipe de una nueva desgracia? Eso no era justo.

Manuela sufria horribles martirios, pero nunca asomó una lágrima á sus ojos, ni una queja á sus lábios. Noche y dia trabajaba, como antes, tratando de dulcificar la situacion de D. Miguel, pero ya no se la escuchaba reir mientras bordaba. Las plantas que regaron sus manos en dias mas felices, se inclinaban mústias, casi secas, por la ausencia de sus cariñosos cuidados. Su espíritu no podía soportar estos dos golpes: la muerte de su madre y la muerte de su esperanza.

Don Miguel se asombraba del silencio y la tristeza de su hija; comprendia que la muerte de Eugenia no era su única causa. Muchas veces, acercándose á Manuela, guiado por ese tacto inmenso de los ciegos, le preguntaba con amor:

— Qué tienes, Manuela? Qué sufres?

— Nada, papá. No tengo nada, contestaba ella invariablemente, y el anciano hacia como que quedaba conforme, creyendo, al parecer, que nada extraordinario acontecía.

La jóven, sostenida por el deber, demostraba enerjías inmensas. La bordadora para quien trabajaba,