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vestir para correr á ponerse á la disposicion de los desgraciados.

En ese instante llegó Ernesto que no tardó en saberlo todo. Entró á la habitacion, saludó á don Miguel, luego á Manuela, y acercóse en seguida al lecho mortuorio. Una lágrima asomó á sus ojos.

Por mas que hiciera poco que la habia conocido, esperimentaba por Eugenia un cariño respetuoso que le hacia sentir en esos momentos la muerte de la anciana casi tanto como si fuera la de su misma madre. Además, Manuela era hija de ella.

La vecina se presentó.

— Pobre señora! murmuró. ¡Qué descanse en paz!

La lámpara alumbraba de lleno las nobles facciones de la muerta.

— Vamos á vestirla, prosiguió. Señor don Ernesto, déjenos un minuto solas.

— Es verdad, pensó el jóven al salir. ¡Hasta la muerte tiene su pudor!

Poco rato despues la anciana estaba vestida.

— Pongámosla sobre una mesa, dijo Dolores. El calor de la cama ayuda la descomposicion.