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— Si.

Todos aceptaron el té, sin pronunciar una palabra, sin mover los lábios siquiera.

¡Qué largas fueron las horas siguientes! ¡Qué silencio abrumador! Solo se oía el monótono tictac del reloj colocado en la pared, y la respiracion desigual de los cuatro.

Por fin llegó el amanecer, que con su luz cenicienta desvaneció las sombras de la noche. Dolores hizo té nuevamente y obligó á D. Miguel y á Manuela á que lo tomasen, pues estaban desfallecidos.

Era necesario conseguir el certificado del médico, el permiso de enterrar y tambien alquilar una sepultura, si no se queria que Eugenia fuese arrojada á la fosa comun.

Ernesto se encargó de todo.

A las doce llegaron cuatro hombres con un cajón de pino, forrado en merino negro. Esos séres, endurecidos por el alcohol y el contínuo trato con la muerte, reían y bromeaban, mientras estaban ocupados en colocar en el ataud á la infeliz Eugenia.

Tanta indiferencia, hizo que Manuela sintiera que