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cochero que el automedonte más castizo no habría podido ponerle reparos.

No sé por qué, aquéllo me satisfizo.

—Tanto mejor—me dije—; tanto mejor.

Pero al punto, los tristes pensamientos relativos a los campesinos, a la construcción de la escuela, al ingeniero, volvieron a desazonarme.


XIII


El doctor Blagovo venía a vernos, en bicicleta. Mi hermana también nos visitaba con frecuencia. Empezaron de nuevo las discusiones acerca del trabajo físico, del progreso, de la meta lejana adonde se dirige la humanidad.

El doctor no era partidario de nuestra vida campestre, cuyos menesteres y preocupaciones nos obligaban a menudo a interrumpir los diálogos trascendentales. Decía que es indigno de un hombre libre labrar, segar, cuidar del ganado. Estaba seguro de que en el porvenir todos esos trabajos groseros serían realizados por máquinas y animales, y el hombre podría entregarse por entero a las investigaciones científicas.

Mi hermana siempre tenía prisa de volver a casa. Si se quedaba con nosotros hasta la noche o hasta el día siguiente, no estaba tranquila.

—¡Dios mío, qué chiquilla es usted aún!—le decía Macha en tono de reproche—. ¡Eso es ridículo!