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días enteros en el río, con el agua hasta la cintura, yo lo habría hecho sin preguntar si tal trabajo era útil o no.

Cuando ella no estaba a mi lado, Dubechnia, con sus ruinas, sus postigos agitados por el viento, sus ladrones diurnos y nocturnos, no era para mí más que un caos, en el que todo trabajo se me antojaba inútil. ¿Para qué iba a trabajar ya, una vez convencido de que mi papel allí, en Dubechnia, había termimado, de que ya no se me necesitaba, de que me había convertido en algo tan sin aplicación como los libros de agricultura?

Lo más penoso para mí eran las noches. Las horas me parecían interminables. Sólo, entregado a mis tristes pensamientos, aguzaba el oído en la obscuridad como si esperase que alguien me gritara:

—¡Ya no tienes qué hacer aquí! ¡Puedes irte!

No era por Dubechnia por lo que yo lloraba; era por mi amor. También había llegado para él el otoño. ¡Qué inmensa felicidad amar y ser amado! ¡Qué horror darse cuenta de que todo ha acabado, de que se derrumba la alta torre adonde el amor le había elevado a uno!

Al día siguiente por la noche, Macha volvió de la ciudad. Venía disgustada; pero me ocultó el motivo de su disgusto. Me dijo solamente que aún no era necesario poner cierres dobles en las ventanas.

—¡Se ahoga una aquí!

Me apresuré a retirar los cierres dobles.

Aunque no teníamos apetito, nos sentamos a la mesa a cenar.