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pasado mañana cuarenta; y así, de día en día, de año en año, los enfermos van aumentando, y la mortalidad está lejos de disminuir. ¿De qué sirven, pues, tantos esfuerzos? Aparte de que, cuando en el término de unas cuantas horas se reciben a cuarenta enfermos, es físicamente imposible atenderlos y cuidarlos debidamente, de modo que el médico se ve obligado a defraudar a veces las esperanzas de su clientela. Según la estadística del hospital, el año pasado el doctor recibió unos doce mil dolientes; es decir, que hubo doce mil engañados. La mayoría deberían haber ingresado en el hospital, aun para recibir los cuidados más indispensables, pero era imposible; sin contar con que las condiciones higiénicas del hospital no se prestan en manera alguna para cuidar a un enfermo; está muy sucio, la alimentación es mala el aire está corrompido. «Puesto que no tengo fuerzas para cambiarlo todo—se decía el doctor—más vale no ocuparse de ello.»

Además, ¿para qué empeñarse en impedir que la gente se muera, siendo la muerte el fin natural de todos? ¿Vale verdaderamente la pena de prolongarle la vida por cinco o diez años a este comerciante, a aquel empleado? Cierto es que otros piden a la medicina consuelos para el sufrimiento. Pero, ¿debe uno proporcionar tales consuelos? Según los filósofos, el sufrimiento conduce a los hombres a la perfección; y ademas, si los hombres llegan realmente a descubrir el medio de aplacar sus padecimientos con píldoras y especialidades farmacéuticas, descuidarán la reli-