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no hay verdadera diferencia entre la mejor de las clínicas y la sala número 6.

Pero tales reflexiones no logran consolarle, se siente abatido, se siente muy fatigado, apoya la cabeza en la mano y sigue reflexionando:

«—Estoy sirviendo a una causa injusta, y vivo de lo que me pagan por engañar: no soy, pues, un hombre honrado. Pero yo, personalmente, no soy nada, no soy más que una partícula ínfima del indispensable mal social. Todos los empleados del Estado o del Municipio son gente perjudicial, y también se les paga injustamente. No, no soy yo el culpable, sino la época en que me ha tocado vivir. A haber vivido dentro de doscientos años, yo sería otro.»

A las tres de la mañana apaga la lámpara y se dispone a dormir, aunque no tiene ni pizca de sueño.


VIII


Hará unos dos años, la municipalidad votó un crédito suplementario de trescientos rublos anuales para aumentos en el personal médico del hospital. Para facilitarle la tarea al doctor Ragin, inventaron a otro médico: Eugenio Fedorich Jobotov.

Es un joven de unos treinta años. Es alto, moreno, de anchos pómulos y ojos muy pequeños. Había llegado al pueblo sin un céntimo en el bolsillo, con una maletita usada, acompañado de una mujer feí-