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No pudo dormir en toda la noche. A la mañana siguiente, a las diez, ya estaba en la oficina de Correos, pidiendo perdón a Mijail Averianich.

Este estaba muy conmovido.

—No se hable más de eso, querido amigo—le decía, estrechándole efusivamente la mano—. Olvidemos esa diferencia insignificante.

Y dirigiéndose a uno de sus empleados, le ordenó, con voz estentórea que todos se echaron a temblar:

—¡A ver, una silla para el doctor, pronto!

Después, dirigiéndose a una mujer que le alargaba un sobre por la ventanilla, exclamó:

—¡Espera! ¿No ves que estoy ocupado?

—Sí, amigo mió—continuó, volviéndose al doctor—, no hablemos más del caso de ayer. Siéntese usted, se lo ruego.

Se acarició sus magnificas patillas blancas, y prosiguió así:

—Ni siquiera he tenido la idea de guardarle a usted el menor rencor. Cuando un hombre está enfermo, no hay que ser muy exigente con él. Naturalmente, el acceso de cólera de usted nos asustó un poco, y el doctor Jobotov y yo hemos estado hablando del caso. Oigame, querido doctor: es necesario que se atienda usted bien y a conciencia. Perdóneme, pero debo hablarle con la mayor franqueza: usted vive en condiciones muy poco favorables. Su casa es pequeña, sucia; nadie lo cuida a usted; además, le faltan a usted los medios necesarios. ¡Yo se lo ruego, querido amigo! El doctor Jobotov y yo, los dos, se lo rogamos a usted encarecidamente; váyase