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mos de la guerra; se han pasado el día jugando a las cartas; pero, cansados de jugar, se han acostado, y duermen.

El mar parece algo picado. La litera en que está acostado Gusev, ora sube, ora baja, con lentitud, como un pecho anhelante. Algo ha sonado al caer al suelo, acaso una taza metálica.

— El viento ha roto sus cadenas y se pasea por el mar a su gusto — dice Gusev, el oído atento.

Ahora Pavel Ivanich no se calla, sino que tose y dice con voz irritada:

— ¡Dios mío, que bestia eres! Cuando no se te ocurre contar que un barco se estrelló contra un pez, dices que el viento ha roto sus cadenas, como si fuera un ser viviente...

— No lo digo yo, lo aseguran los buenos cristianos.

— Son tan ignorantes como tú. Hay que tener la cabeza sobre los hombros y no creer todas las tonterías one se cuentan. Hay que reflexionar y no acogerlo todo sin crítica, a ciegas.

Pavel Ivanich se marea. Cuando el mar no está tranquilo, está él de mal humor y se enfada por cualquier cosa. Gusev no comprende por qué se enfada tanto. No tiene nada de extraño que un barco se estrelle contra un pez, habiendo peces grandes como una montaña y con el lomo duro como el hierro; también es muy natural que el viento rompa sus cadenas. Hace mucho tiempo le dijeron a Gusev que en el extremo del mundo hay unas espesas