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no sólo hablar, sino hasta escuchar. Gusev se abraza a sus rodillas y pone en su aldea el pensamiento. Es un placer enorme, con tanto calor, pensar en la nieve de que está cubierta su aldea en esta época del año. Sueña que va en trineo a través de los campos. Los caballos, espantados, no sabe por qué, galopan vertiginosamente, como locos, y atraviesan las hondonadas, el estanque. Los campesinos se esfuerzan en detenerlos; pero Gusev está muy alegre; recibe con gozo en el rostro, en las manos, la caricia glacial del viento, y la nieve le regocija al caer sobre su cabeza y su pecho y al rozar su cuello.

No se siente menos a gusto cuando el trineo vuelca y cae en la nieve. Se levanta satisfechísimo,, cubierto de nieve desde la cabeza a los pies, y se sacude riendo. Los campesinos ríen también a su alrededor, y los perros, inquietos, ladran. ¡Verdaderamente delicioso!

Pavel Ivanich entreabre un ojo, mira a Gusev y pregunta:

—Tu oficial, ¿era ladrón?

—No sé, Pavel Ivanich. Esas cosas no nos incumben.

Reina un largo silencio. Gusev está sumido en sus sueños, y a cada instante bebe agua. Le es difícil hablar y escuchar, y teme que cualquiera le dirija la palabra.

Una hora, dos horas transcurren. A la tarde sucede la noche; pero él no se da cuenta: permanece siempre sentado, la cabeza sobre las rodillas, y piensa en su aldea, en el frío, en la nieve.