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—Buenas noches, Iván Cheprakov—se decía—. ¿Qué tal?

Cuando se emborrachaba se ponía muy pálido, se frotaba las manos y lanzaba leves carcajadas. Algunas veces se quedaba en pelota y corría por el jardín como Dios le echó al mundo. En más de una ocasión le vi cazar moscas y le oí asegurar que estaban exquisitas.

—¡Están un poco agrias—añadía—, pero no importa!


IV


Un día, después de almorzar, entró en mi cuarto, jadeante, y me gritó:

—¡Ven en seguida! ¡Tu hermana está ahí!

Salí corriendo.

En efecto: ante la casa grande había parado un carruaje, junto al cual se hallaban mi hermana, Ana Blagovo y un señor con uniforme de oficial. Cuando estuve cerca le reconocí: era el hermano de Ana Blagovo, un joven médico militar.

—Hemos venido—me dijo—a merendar con usted. ¿Aprueba usted la idea?

Mi hermano y su amiga se advertía que deseaban preguntarme qué tal estaba allí; pero me miraban sin hablarme. Yo también guardaba silencio. Comprendieron que distaba mucho de ser feliz. Los ojos de mi hermana se llenaron de lágrimas, y la señorita Blagovo se puso un poco colorada.