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mentación que me daba la señora Cheprakov era insuficiente, vagaba por la finca esperando con ansia el momento propicio para irme de allí.

Una tarde, encontrándose en nuestro pabellón el pintor Nabó, llegó, de un modo inesperado, el ingeniero Dolchikov. Venía tostado por el sol y cubierto de polvo. El viaje hasta Dubechnia lo había hecho en una locomotora, y desde la estación había venido a pie.

Mientras llegaba el coche que debía conducirle a la ciudad, pasó revista a toda la finca, dando, a grandes voces, diferentes órdenes. Después se sentó en nuestro pabellón y empezó a escribir cartas. Durante ese tiempo llegaron algunos despachos dirigidos a él, a los que contestó expidiendo él mismo sus respuestas. Nosotros permanecíamos en pie, en una actitud respetuosa.

—¡Qué desorden, Dios mío, qué desorden!—dijo después de un corto examen de los papeles que había sobre la mesa—. Dentro de dos semanas transportaré la oficina a la estación, y, verdaderamente, no sé qué haré de ustedes...

—Yo procuro hacer mi servicio lo mejor posible, excelencia—contestó Cheprakov.

—No lo veo—replicó Dolchikov—. Lo único que les interesa a ustedes—añadió mirándome a mí—es recibir dinero. Ponen ustedes todas sus esperanzas en la protección y sólo piensan en hacer rápidamente carrera. Pero a mí no me gusta eso. Yo nunca me he valido de la protección. Antes