daré, y quiera el Cielo que algún día volvamos á verlos por aquí.
El amo le tendió la mano, sin que ninguno de los dos pronunciase una palabra más, y ambos salieron de la caballeriza.
Llegó por fin el triste último día; un criado había salido anticipadamente con el equipaje, y sólo quedaron el señor con la señora y una doncella de ésta. Jengibre y yo condujimos el carruaje á la puerta de la casa, por última vez. Los criados trajeron almohadones, alfombras y otros bultos pequeños, y cuando todo estuvo arreglado, el amo descendió las escaleras, dando el brazo á la señora. Yo estaba enganchado en la parte del lado de la casa y pude verlo todo. La colocó cuidadosamente en el carruaje, mientras los criados los rodeaban llorando.
—Adiós, otra vez —dijo;— no olvidaremos á ninguno de ustedes,— y entró en el carruaje:
José saltó al pescante y salimos trotando despacio á través del parque y del pueblo, donde la gente parada á las puertas de las casas los saludaban al pasar, con muestras del mayor afecto.
Cuando llegamos á la estación del ferrocarril, y la señora, encaminándose al salón de descanso, dijo á Juan, con su dulce voz: «Adiós, Juan; que seas feliz», sentí un movimiento convulsivo en las riendas; pero Juan no contestó, porque,