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era un freno y una brida. Mi amo me trajo, como de costumbre, un puñado de avena, y después de muchas caricias y mucha conversación, me introdujo el bocado, con las bridas unidas á él. Preciso me es confesar que aquello fué para mí una cosa desagradabilísima. El que no haya probado un bocado no puede formarse idea de lo mal que sabe; figúrense un pedazo de frío y duro acero, grueso como el dedo de un hombre, metido dentro de la boca, entre los dientes y sobre la lengua, con sus extremos salientes y unidos á unas correas que se multiplican luego pasando por sobre la cabeza, por debajo de la garganta, por encima de las narices y alrededor de la barba, de una manera que no hay medio de verse libre de él. Aquello es una cosa muy mala, ó al menos así me lo pareció; pero yo veía que mi madre lo usaba siempre que salía, y que todos los demás caballos domados lo usaban también; y entre el puñado de avena, las caricias de mi amo, y sus bondadosas palabras y maneras, transigí con el bocado y la brida.

Inmediatamente después vino la silla, que no es ni con mucho, tan desagradable. Mi amo la colocó, con el mayor cuidado, sobre mi lomo, mientras el viejo Daniel me sujetaba la cabeza; éste me apretó las cinchas bajo la barriga, acariciándome y hablándome siempre. Una vez así