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rie de cosas que usar. En primer lugar una dura y pesada collera, y una cabezada con dos pedazos de cuero á los lados de mis cojs, llamados anteojeras, y que mejor pudieran llamarse cegadoras, pues me incapacitaban de mirar á los lados, teniendo que hacerlo sólo de frente; vino luego el sillín, con una correa larga que, partiendo del extremo posterior de aquél, iba á pasar por debajo de mi cola, y á la cual llaman la baticola, accesorio odioso para mí, que me fué muy duro tolerar, y que considero casi tan malo como el bocado. Nunca he sentido deseos de cocear como entonces; pero no había que pensar en semejante cosa, siendo mi amo tan bueno, y así, tuve paciencia, y en breve tiempo transigí con todo, haciendo mi trabajo tan bien como mi madre.

Voy á referir un detalle que formó parte de mi doma y que considero de gran importancia. Mi amo me envió á pasar quince días en la granja de un amigo suyo, en la que había un cercado por cuya inmediación cruzaba una línea de ferrocarril. Allí encontré algunos carneros y vacas.

Nunca podré olvidar el primer tren que pasó. Hallábame yo pastando tranquilamente cerca de la empalizada que separaba el prado de la línea férrea, cuando oí á cierta distancia un extraño