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Página:Azabache (1909).pdf/264

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Blas, por supuesto, como todos los demás carreteros, me llevaba siempre con el engallador, lo que me impedía trabajar con comodidad, y al cabo de tres ó cuatro meses empecé á observar que mi vigor se resentía de una manera notable.

Un día que cargaron el carro de una manera aún más excesiva que de costumbre, á pesar de que iba empleando todas mis fuerzas, me veía obligado á hacer constantes paradas, lo cual no era del agrado del carretero, que me tendía el látigo, sin piedad, llamándome perezoso y cuanto se le ocurría. Los dolores que aquel látigo me producía en los ijares, eran grandes, pero aún eran mayores los que mi espíritu sentía al verme tratado con tanta injusticia. Verme castigado y ultrajado cuando iba haciendo todo lo que podía, era cosa que me llegaba al corazón. Engolfado se hallaba en aquella lucha conmigo, cuando acertó á pasar una señora que, deteniéndose al verlo, le dijo:

-No, hombre, no haga usted eso; el animal está haciendo cuanto puede, y la cuesta es muy pendiente.

-Si, haciendo cuanto puede, no sube la carga, es preciso que haga más de lo que pueda, señora contestó Blas.

-Pero no es excesiva?--preguntó aquélla,