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mino que, por el centro, conducía á la puerta principal. Alfonso llamó, y preguntó si la señorita de Riotinto, ó la señorita Elena estaban en casa. Estaban, y mientras Alfonsito se quedó cuidándome, el señor Valladares entró en la casa. Como á los diez minutos volvió, acompañado de dos señoras: una, alta, pálida, de ojos negros y fisonomía alegre, envuelta en un chal blanco; la otra de más edad, y de un aspecto majestuoso, era la señorita de Riotinto. Se acercaron á mí, me miraron con detención, é hicieron varias preguntas á mi amo. La más joven era la señorita Elena, que comprendí desde luego que le había gustado, y así lo manifestó. Dijo que su otra hermana, la señorita Elvira, siempre se ponía un poco nerviosa cuando su carruaje era conducido por un caballo que se hubiese arrodillado una vez siquiera, y que si yo lo hacía, otra vez, era seguro que nunca se vería libre del susto.

—Ustedes saben, señoras —contestó mi amo,— que muchos caballos de primera clase pueden caer una vez y lastimarse las rodillas, por descuido del que los conduce, sin que sea de ellos la culpa, y creo que con respecto á éste, algo ha habido de eso; pero no quiero hacer presión sobre ustedes. Si se hallan inclinadas á comprarlo, pueden probarlo cuantos días quieran, y su cochero dirá lo que opina.