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sido nosotros cuando éramos potros, y hay que enseñarles lo que está en el orden, y lo que deben abstenerse de hacer. Habían paseado sobre mí los pequeños por cerca de dos horas, cuando llegó el turno á los mayores, lo cual era justo, y no puse á ello la menor objeción. Montaron alternando, y galopé arriba y abajo por la arboleda y por el campo más de una hora. Cada uno se había provisto de una gruesa vara de avellano, á guisa de látigo, que dejaban caer sobre mi cuerpo con más dureza de la necesaria, lo cual no llevé á mal al principio, pero por último pensé que ya había sido bastante, y me detuve dos ó tres veces, como por vía de aviso. Los muchachos creen que un caballo es como una máquina de vapor, que ni se cansa, ni siente ni padece, y que pueden correr en él por todo el tiempo que les plazca, y con la velocidad que tengan por conveniente, sin pensar en otra cosa que en darse gusto; por consiguiente, á fin de dar una lección al que estaba montado sobre mí y que me castigaba con la vara, me encabrité y le hice deslizarse suavemente por detrás. Esto fué todo. Volvió á montar, y volví á hacer lo mismo. Entonces, el otro muchacho montó, y tan luego como empezó á hacer uso de la vara, di dos ó tres respingos y lo puse en el suelo, y así sucesivamente hasta que se desengañaron de