de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; pero doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña.
Acerquéme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las manzanas y las peras de mármol pintado y las uvas de cristal.
X
Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acompañando la
antífona, llenando la nave con su armonía gloriosa. Los cirios ardían
goteando sus lágrimas de cera entre la nube de incienso que inundaba los
ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allá en el altar, el
sacerdote, todo resplandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de
pedrería, bendiciendo a la muchedumbre arrodillada.
De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo de sombra. Había una mujer que oraba. Vestida de negro, envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por fondo la vaga
obscuridad de un confesonario. Era una