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—No debe extrañarte que asi to tratemos. Los hombres honrados no pueden rozarse con los que están sindicados de asesinos y ladrones.

—¿Quién es el asesino? ¿Quién es el ladrón?—preguntó Arriaga, después de un momento de anonadadora estupe- facción.

—¡Tú!—le replicó Azcuénaga, siempre despreciativo.

Arriaga palideció intensamente; se le cayó de la boca el cigarro que fumaba; pero reaccionando:

—¡Miserable!—exclamó, lanzándose á él.

—¡Eh—le dijo otro de los jóvenes conteniéndolo, —no es el momento de hacerse el valentón! Si lo que dicen no ercs, ve á sincerarte.

—Y silo logras, estaré á tus órdenes—añadió Azcuéna- ga, siguiendo con sus amigos.

Arriaga se encontró aturdido por breves instantes; luego, como poscido de una extrema resolución, se dirigió al departamento de policia y pidió hablar con el jefe, que lo recibió amablemente:

—¿En qué puedo servirle, mi amigo?—le preguntó.

Arriaga le manifestó lo que acababa de ocurrirle; lo que se decia; lo que se aseguraba, con respecto á la pre- suntiva muerte de Francisco Alvarez y del robo en su tienda.

¡Le pidió que lo constituyera inmediatamente en pri- sión y que levantara un sumario para desvanecer la infa- me calumnia que se habia cebado en su inocencia!

Su explicación fué larga y el estado deplorable en que se hallaba la hizo más aún.

El jefe de policia lo escuchaba en silencio, y cuando terminó le dijo sonriendo:

—Compreundo que usted busque, por todos los medios posibles, destruir esos malos desvanecimientos, pero me es imposible acceder á lo que usted me pide.

—¿Por qué, señor jefe?

—Porque hasta ahora no tengo, respecto de usted, nin- guna sospecha y no puedo obrar sino por lo que consta del sumario que se está levantando.