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Y volviendo á su lado, sin saber á punto fijo qué deter- minación tomar, la dije:

—Créame que experimento un verdadero dolor en verla á usted en ese estado, y si me es posible remediarlo...

—Si, porque para eso he venido...

—¿Cómo?

—Con su influjo, que sé que es irresistible.

—Cuente usted con él.

—Poca cosa para usted. Todo para mi.

—¿Qué desea?

—Me siento enferma, gravemente enferma: deme usted una recomendación para que me faciliten una cama en el hespital que se encuentra enfrente de la misma casa, de aquella casa sombria, donde Francisco asesinó á su amigo, á su leal amigo. .

—¿Pero su familia?..

—Mi familia quiso «recogerme» cuando ya era tarde; yo no podia vivir si no en ambiente inficionado. Ahora «debo» morir allí donde muere el vicio, cerca, muy cerca de aquella casa donde se cometiera el crimen que fué causa de todas mis desgracias.

—Tome usted, señora: esta carta es para el administra- dor del hospital, que es mi amigo. El le proporcionará lo que usted desea.

—Gracias... ¡Ch, muchas gracias! Ya sabia yo que no en balde vendria á llamar á las puertas de su generosidad. ¡Que su santa madre lo bendiga, «Héctor!»

Poco tiempo después supe que el asesino de Alvarez, marido de aquella desdichada, vivia en Corrientes, hu- yendo de la justicia, como un verdadero paria, despreeia- do por todo el mundo y vigilado por la policia; que el gobierno de aquella provincia no lo mandó á Buenos Aires, para que se le aplicara la resolución de la sentencia que lo condenaba á muerte, en rebeldia, en consideración á su respetable familia; pero, ¿qué más castigo que el de la existencia que llevaba? Aislado de todo el mundo, que le huía como se buye de un leproso, sólo un rústico leña- dor, porque tal vez seria el único que ignoraba quién era,