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tural elegancia, sin afectaciones estudiadas, hacían resaltar el conjunto de las propiedades distintivas de su carácter amable y bondadoso, fundido, indudablemente, en las sanas costumbres religiosas de su hogar paterno. Era niña y ya parecía mujer, y la evolución de la naturaleza debió operarse en ella sin transición violenta, sin desconocimientos superficiales, impropios de quien ya sabe darse cuenta de su misión en la tierra.

No entraremos en otros detalles que pecarian de difusos para el esclarecimiento de esta crónica literalmente histórico-social. Baste agregar, por ahora, que la solicitación hecha por don Martin de Alzaga fué otorgada, aunque «con algunas resistencias» por parte de la niña. Y fué en el año 1862 que la bella Felicia Guerrero, como la llamaban sus amigas; aquella «preciosa flor» encanto del barrio donde naciera, «cuando en las tardes primaverales formaba jardin en la puerta de su casa con sus amiguitas,» que entonces se estilaba, pasó á ser la opulenta señora de Alzaga.

Mucho se hablaba entonces de aquel casamiento por lo desproporcionado y que, sin embargo, diera ejemplo para otros semejantes, y «nuestros viejos hurones» recuerdan la murmuración maldiciente. Es que estábamos aún en aquellos tiempos de «la gran aldea,» tan habilidosamente descrita por aquel talento malogrado que se llamó Lucio Vicente López, y ¿en qué otra cosa habian de pasar sus ocios nuestras «comadres de barrio?»

Fruto de aquel consorcio fué un niño, al que dieron nombre homólogo al del histórico patriota, general, diplomático y hasta rematador durante el gobierno de Dorrego, don Félix de Alzaga.

Ese precioso niño, porque lo era, vivió apenas seis años, como la leyenda lo dice, dejando de existir en 1869.

Fuera el pesar que tan sentida pérdida le produjera ó por los achaques de su avanzada edad, su padre, don Martín de Alzaga, no le sobrevivió mucho tiempo: murió el 17 de Marzo de 1870.