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señor, y muy arraigada, y hasta con esclavos, aunque no se les castigaba tan brutalmente como antes; pero, con todo, esclavos, á pesar, también, de las repetidas disposi- ciones legales en contrario.

Y la conversación sobre el mismo tema siguió hasta llegar la vispera del día en que tuviera lugar aquel en- lace, para crecer en comentarios.

Los desocupados y los que no lo eran, se detenían al frente de la casa que albergaría á los dichosos novios, contemplando, absortos y entre hipos repetidos de asom- bro, el continuo movimiento de servidores solemnes que entraban á ella conduciendo objetos de inestimable valor.

Y luego.. , aquel colocar de alfombras, de entapizar de paredes con ricos y variados damascos y guirnaldas de flores naturales, raras y costosas, con que al día siguiente también se cubrieron los pisos y se formaron cuadros ale- góricos en los corredores que daban acceso á las habita- ciones, severa y regiamente alhajadas. Detallar cómo lo estaban sería empresa de largo aliento. Baste saber que aun nuestras matronas recuerdan haber oido narrar á sus viejas parientas que entre aquella profusión de joyas bri- llaban unas canastillas filigranadas que contenían «la mar» de piedras tinas. Y añaden que la regia colcha, que cubria el magnífico lecho nupcial, lo era de riquísimo raso de seda granate con recamado de oro y perlas.

Imponente fué la ceremonia, bendecida por la más alta dignidad eclesiástica y presenciada por todo lo más no- table del Estado, del ejército y de la sociabilidad de en- tonces.

Y aquel sarao, en el que se confundian los lucientes entorchados de los jefes militares con la clásica chorrera de encajes finos de Valencia; en el que damas y caballeros hicieron también derroche de preciadas joyas y lujosas vestimentas; en el que los acordes de las músicas y los nu- merosos y estirados danzarines y el murmullo de la ani- mada conversación y aquel movimiento vertiginoso de personas que entraban y salían, observado era por la api- ñada multitud que en la calle, puertas y ventanas vecinas