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II

La ponchera y el monte criollo

Francisco Alzaga volvió á los brazos de su mujer, olvi- dándolo todo y pasando en ellos la luna de miel más deli- ciosa que forjarse pudiera.

Y no era extraño, pues que, y no nos cansaremos de repetirlo, Catalina lo atraia de una manera impondo- rable.

Los días y los meses transcurrieron en esa envidiable vida de amor, sin que á aquella encantadora mujer le faltara jamás el cumplimiento de un deseo, que Alzaga adivinaba en la mirada de sus ojos, en el gesto de sus labios.

Se creian felices, inmensamente felices; pero Catalina sinceramente á Francisco?

He ahí una pregunta á la que ella misma no hubiera podido responder con verdadero acierto, porque á veces se confunde el afecto profundo con la alucinaeión del en- canto, y á Catalina, niña voluntariosa, ensoberbecida con su hermosura fisica, de la que se daba cuenta, no sólo por verla reflejada en el espejo, sino por sus rendidos adora- dores, que habia vivido en las estrecheces de un hogar modesto, la fascinó, más que el atractivo varonil de aquel muchacho, pues sólo contaba poco más de veinte años, su

¿amaba