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riqueza, su inmensa "riqueza de que se hablaba y de la que ¿l hacia alarde en paseos, teatros y reuniones...

Unir á su hermosura el lujo deslumbrador de que no disfrutara en su modesto albergue y con el que tanto soñara; vestir sus encantos con aquellas riquisimas telas y adornarlos con aquellos costosos brillantes que engarza- dos brillaban, con luces tentadoras, en los escaparates de las escasas joyerías; habitar un palacio y verse rodeada de todas las comodidades y grandezas imaginadas, siendo obedecida, con un gesto, con un ademán, por numerosos esclavos; realzar su belleza, aquella belleza fisica, más admirable que nunca, de que tanto se enorgullecia; con su vanidad satisfecha, inmensamente satisfecha con aque- lla superabundaucia de todo lo rico, de todo lo imagina- do..., era la realidad de sus sueños de mujer ambiciosa, que la aturdian, estremeciéndola en espasmos de inmensa dicha.

¿Y á quién debía todo aquello?

¿Acaso al hombre que había unido á ella su des- tino?

¡Oh, qué maliciosa sonrisa se dibujaba en sus labios al hacerse esa pregunta!

Y sino hubiera sido hermosa, encantadoramente her- mosa, ¿la hubiera deparado su suerte todo aquello?

¡No! Se lo debia á ella, á ella sola.

¡Pero si el mismo Francisco no se cansaba en repe- tirselo!..

Y asi pasaron los dias y los meses hasta que Catali- na sintió en su seno los primeros sintomas de la mater- nidad.

Aquellos sintomas, que á cualquier otra mujer casada la hubieran llenado de gozo, á ella la contrariaban en extremo.

¡Y cómo no! ¡Ser madre! ¡Madre una mujer tan her- mosa!

Se desfiguraria, se vulgarizarla...; ¿pero qué hacerle si no habia más remedio?

Francisco lo supo. Tenia que saberlo, naturalmente.