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Y pensando en ello los dlas pasaron, hasta que Alzaga encoutró la manera de ocuparse en algo que le fuera pro- ductivo: se hizo carrerista.

Justamente en la estancia de los Montes Grandes—al norte de la ciudad —tenía la familia de Alzaga potros mentadisimos por su ligereza y aguante: árabes de pura raza. Fué él mismo á elegirios y aun domarlos, porque, entre sus pocas habilidades, lo mismo domaba un potro que cantaba unas décimas en la guitarra. Hecho el apar- te se los trajo á la quinta de Santa Lucia, donde, con un inteligente cuidador, los empezó á preparar para dar un golpe, con los que «rayaran.»

Y la verdad es que si aquel joven hubiera vivido en nuestros días habria llegado á ser uno de los más famosos sportmen de nuestros numerosos hipódromos, porque te- nía todas las condiciones para serlo... Pero las carreras entonces, y sobre todo de caballos «mentados,» eran un verdadero acontecimiento, que sólo se repetía de mes en mes y eso... Entonces no había canchas redondas, cientifi- camente preparadas, se corria por «andaribel;» esto es, «derecho, viejo» y dele lonja y lonja hasta llegar á la meta, en las calles de la Arena, del bajo de la Recoleta, y otras que se cuidaban con este objeto.

Y á la quinta de Santa Lucia llevaba á sus amigos, sin que faltara, por supuesto, don Francisco Alvarez, á quien, por petición de su tocayo, le entró la afición, aunque más lo atratan, sin decirlo, por no ofenderlo, las colosales merien- das que alli se improvisaban, cuando no estaba la familia.

Y mientras Alzaga se entretenía con el cuidador, dán- dole instrucciones, los otros tres marchaban de un lado á otro, internándose, especialmente, en un espléndido bos- que de naranjos que allí había. La quinta era lo que to- das las quintas de aquella época y aun mucho después: un gran caserón de primitiva arquitectura para la familia, piezas separadas para el servicio, caballeriza, local para una tartana ó dos, plantas de flores á granel, rosas, jazmi- nez, un violetal inmenso, frutales, hortalizas, pasto, mu- cho pasto...