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v

La prisión de los criminales

A la mañana siguiente los vecinos del prestamista no extrañaron ver que la tienda permanecia cerrada, pues que, como ellos decian, desde que su dueño empezó á jun- tarse con aquellos calaveras ocurria eso con demasiada frecuencia.

Marcet, á quien no parecia serle extraña la senda del crimen, pasó la noche pensando sólo en acordarse de algún rastro que pudiera perderlos... (Y, sin embargo, aquel mal- vado que en ello discurria, empleó luego testigos que fue- ron su perdición y la de sus cómplices... No se fijó en las señales sangrientas que de su misma mano dejara estam- padas en las paredes de la escalera... ¡Oh, si la dactilosco- pia se hubiese descubierto entonces, habría bastado esa prueba para llevarlo al patíbulo!..)

En cuanto amaneció, dirigióse á la cochería donde Al- zaga depositara la volanta y no encontró el puñal.

—¿Qué busca, señor Marcet?—le preguntó el dueño de la cocherla.—¿Un puñal? Lo tengo yo. Lo he encontrado al retirar los almohadones para que no se mojaran. Aquí está.

—Cierto —repuso Marcet.—Alzaga me encargó se lo re- cogiera esta mañana, pues tiene necesidad de él para una carne con cuero á que vamos á asistir hoy.