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Cañas y barro

bre todo el Palmar y la Albufera. Lo que él tenía era la enfermedad del rico: sobra de dinero y exceso de buena vida. No había más que verle la panza, la faz rubicunda, los carrillos que casi ocultaban su naricilla redonda y sus ojos ahogados por el oleaje de la grasa. ¡Todos que se quejasen de su mal! ¡Si tuviera que ganarse la vida con agua á la cintura, segando arroz, no se acordaría de estar enfermo!

Y Cañamèl avanzaba una pierna dentro de la barca, penosamente, con débiles quejidos, sin soltar á Neleta, mientras refunfuñaba contra las gentes que se burlaban de su salud. ¡Él sabía cómo estaba! ¡Ay Señor! Y se acomodó en un puesto que le dejaron libre con esa obsequiosa solicitud que las gentes del campo tienen para el rico, mientras su mujer hacía frente sin arredrarse á las bromas de los que la cumplimentaban, viéndola tan guapa y animosa.

Ayudó á su marido á abrir un gran quitasol, puso á su lado una espuerta con provisiones para un viaje que no duraría tres horas, y acabó por recomendar al barquero el mayor cuidado con su Paco. Iba á pasar una temporada en su casita de Ruzafa. Allí le visitarían buenos médicos: el pobre estaba mal. Lo decía sonriendo, con expresión cándida, acariciando al blanducho hombretón, que temblaba con las primeras oscilaciones de la barca como si fuese de gelatina. No prestaba atención á los guiños maliciosos de la gente, á las miradas irónicas y burlonas que después de resbalar sobre ella se fijaban en el tabernero, doblado en su asiento bajo el quitasol y respirando con un gruñido doloroso.