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V. Blasco Ibáñez

le sacaba del peligro, y muchas noches, al presentarse en la taberna de Cañamèl para mendigar un vaso, tenía el contacto viscoso y el hedor de fango de una verdadera anguila.

El tabernero murmuraba entre gruñidos al oir la conversación. ¡Sangonera! ¡Valiente sinvergüenza! ¡Mil veces le había prohibido la entrada en su casa!... Y la gente reía recordando los extraños adornos del vagabundo, su manía de cubrirse de flores y ceñirse coronas como un salvaje apenas comenzaba en su hambriento estómago la fermentación del vino.

La barca penetraba en el lago. Por entre dos masas de carrizales, semejantes á las escolleras de un puerto, se veía una gran extensión de agua tersa, reluciente, de un azul blanquecino. Era el lluent, la verdadera Albufera, el lago libre, con sus bosquecillos de cañas esparcidos á grandes distancias, donde se refugiaban las aves del lago, tan perseguidas por los cazadores de la ciudad. La barca costeaba el lado de la Dehesa, donde ciertos barrizales cubiertos de agua se iban convirtiendo lentamente en campos de arroz.

En una pequeña laguna cerrada por ribazos de fango, un hombre de musculatura recia arrojaba capazos de tierra desde su barca. Los pasajeros le admiraban. Era el tío Tono, hijo del tío Paloma, y padre á su vez de Tonet el Cubano. Y al nombrar á este último, muchos miraron maliciosamente á Cañamèl, que seguía gruñendo como si no oyese nada.

No había en toda la Albufera hombre más trabajador que el tío Tono. Se había metido entre ceja y ceja ser propietario, tener sus campos de