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Cañas y barro

extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo, ó enroscándose á sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí caída y como muerta, con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de la cara con el silbido de su boca triangular.

Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de las que robaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el cuello hacía la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo á los grandes reptiles que pululaban en la maleza. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.

La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando los habitantes de la Albufera no le vieron más. Se supo que era soldado y andaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió á pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar á tierra, no gustaban de aventurarse entre los altos juncales que cubrían las pestíferas lagunas. Sancha, falta de la leche con que le regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la Dehesa.

Transcurrieron ocho ó diez años, y un día los habitantes del Saler vieron llegar por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la mochila á la espalda, un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las negras polainas hasta encima de las rodillas, casaca blanca con bombas de paño rojo y una gorra en forma de mitra sobre el peinado en trenza. Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor, que volvía deseoso de ver la tierra de su infancia. Emprendió