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Cañas y barro

á gritos en la taberna con su alegre brutalidad. Aquel hijo era muy bueno, pero no se le parecía; siempre silencioso y sumiso. La difunta debía haberle hecho alguna trampa.

Un día abordó á Tono con su expresión imperiosa de padre al uso latino, que considera á los hijos faltos de voluntad y dispone sin consulta de su porvenir y su vida. Debía casarse: así no estaban bien; en la casa faltaba una mujer. Y Tono acogió esta orden como si le hubiera dicho que al día siguiente había de aparejar la barca grande para esperar en el Saler á un cazador de Valencia. Estaba bien. Procuraría cumplir cuanto antes la orden de su padre.

Y mientras el muchacho buscaba por cuenta propia, el viejo barquero comunicaba sus propósitos á todas las comadres del Palmar. Su Tono quería casarse. Todo lo suyo era del muchacho: la barraca, la barca grande con su vela nueva y otra vieja que aún era mejor; dos barquitos, no recordaba cuántas redes, y encima de esto, las condiciones del chico, trabajador, serio, sin vicios y libre del servicio militar por un buen número en el sorteo. En fin: no era un gran partido, pero desnudo como un sapo de las acequias no estaba su Tono; ¡y para las muchachas que había en el Palmar!...

El viejo, con su desprecio á la mujer, escupía viendo las jóvenes, entre las cuales se ocultaba su futura nuera. No; no eran gran cosa aquellas vírgenes del lago, con sus ropas lavadas en el agua pútrida de los canales, oliendo á barro y las manos impregnadas de una viscosidad que parecía penetrar hasta los huesos. El pelo descolorido