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V. Blasco Ibáñez

rranco de Torrente que desaguaba en la Albufera, alimentándola; que se desbordase el lago sobre los campos, como ocurría algunas veces, quedando bajo el agua las espigas próximas á la siega. Morirían de hambre los labradores; pero no por esto le faltaría á él la pesca en el lago, y tendría el gusto de ver á su hijo royéndose los codos é implorando su protección.

Por fortuna para Tono, no se cumplían los deseos del maligno viejo. Los años volvían á ser buenos; en la barraca reinaba cierto bienestar, se comía, y el animoso trabajador soñaba, como una dicha irrealizable, con la posibilidad de cultivar algún día tierras que fuesen suyas, que no impusieran la obligación de ir una vez por año á la ciudad para entregar el producto de casi toda la cosecha.

En la vida de la familia hubo un acontecimiento. Tonet crecía y su madre estaba triste. El muchacho iba al lago con su abuelo; después, cuando fuese mayor, acompañaría á su padre á los campos, y la pobre mujer pasaba el día sola en la barraca.

Pensaba en su porvenir, y el aislamiento futuro la daba miedo. ¡Ay, si tuviese otros hijos!... Una hija era lo que con más fervor pedía á Dios. Pero la hija no venía; no podía venir, según afirmaba el tío Paloma. Su nuera estaba descompuesta; cosas de mujeres. La habían asistido en su parto las vecinas del Palmar, dejándola de modo que, según el viejo, cada cosa andaba por su lado. Por esto parecía siempre enferma, con un color pálido, de papel mascado, no pudiendo permanecer mucho tiempo de pie sin quejarse, andando