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V. Blasco Ibáñez

comida. El tío Paloma, con su mutismo y sus feroces ojeadas, le inspiraba gran miedo. Por la noche, como los dos cuartos estaban ocupados, uno por el matrimonio y el otro por Tonet y su abuelo, dormía junto al fogón, en medio de la barraca, sobre el barro que rezumaba á través de las lonas que la servían de lecho, tapándose con las redes de las corrientes de aire que entraban por la chimenea y por la puerta desvencijada, roída por las ratas.

Sus únicas horas de placer eran las de la tarde, cuando, en calma todo el pueblo y los hombres en la laguna ó en los campos, se sentaba ella con su madre á coser velas ó tejer redes á la puerta de la barraca. Las dos hablaban con las vecinas, en el gran silencio de la calle solitaria é irregular, cubierta de hierba, por entre la cual correteaban las gallinas y cloqueaban los ánades extendiendo al sol sus dos mangas de húmeda blancura.

Tonet ya no iba á la escuela del pueblo, casucha húmeda pagada por el Ayuntamiento de la ciudad, donde niños y niñas, en maloliente revoltijo, pasaban el día gangueando las tablas del abecedario ó entonando oraciones.

Era todo un hombre, según decía su abuelo, que le tentaba los brazos para apreciar su dureza y le golpeaba con la mano el pecho. Á su edad el tío Paloma podía comer de lo que pescaba, y había disparado sobre todas las clases de pájaros que existen en la Albufera.

El muchacho siguió con gusto al abuelo en sus expediciones por tierra y agua. Aprendió á manejar la percha, pasaba como una exhalación por los canales sobre uno de los barquitos pequeños