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—¡Qué! ¡tienes familia aquí y te deja en ese miserable abandono!

Eso es imperdonable, Luisa, y debe tener su castigo en este mundo.

—¡Es muy triste mi historia, amigo mio! exclamó entónces la jóven con una expresion de infinita amargura, y mostrando sobre el magnífico párpado una gruesa lágrima.

Yo estaba destinada á una vida mejor, al lujo y la abundancia, y aquí me tiene usted reducida á una situacion desesperante, por maldades y caprichos de mi familia, que ignora hasta que existo sobre la tierra:

—Incomprensible, incomprensible, exclamó Lanza con indignacion.

Cuando debieran estar orgullosos de tí, por todos motivos, te abandonan así á la miseria y los peligros!

—¡Qué quiere usted! yo no digo que no haya algo de culpa mia; ¿quién es aquel que no tenga algo de que acusarse?

Pero indudablemente no merecia yo el abandono absoluto en que me tienen: se portan mal conmigo.

Iba Luisa á continuar, cuando llegáron al Robinson.

—Aquí, dijo él, aquí podemos almorzar y hablar con libertad.

Tú no debes haber almorzado, y yo, lleno del placer de esta cita, no he almorzado tampoco.

Ella secó las lágrimas que sus palabras y sus recuerdos habian hecho brotar de sus ojos, y ayudada galantemente por él, descendió de la volanta.

En el acto acudió la fondera y llevó á la pareja al interior del hotel.

El traje de Lanza ya hemos dicho que lo hacia parecer un señor riquísimo, y la hotelera no vaciló en ofrecerle la mejor habitacion del establecimiento.

Allí estaban con todas las comodidades deseables, sin testigos de ninguna clase ni temor de que alguno viniese á importunarlos.

Lanza pidió á la hotelera les trajese de almorzar, de lo mejor que tuviera en la casa, con una botella de vino generoso y una de champagne, para que pudiera dejarlos solos y no tener que ser interrumpidos á cada momento.

Sumamente práctica, como que no hacia otra cosa, la dueña del Robinson les arregló una mesa con cuanto podian desear, con todo género de fiambres y demas pertrechos necesarios para sostener una batida con el hambre.

Y se retiró á confeccionar los platos calientes, diciendo á Lanza que llamara cuando quisiese que lo sirviera.

Este despachó el carruaje ordenándole volviera á buscarlo á la tarde y se encerró á almorzar con toda comodidad y á escuchar la historia que Luisa debia contarle.

Esta se habia quitado el sombrero y el tapado, quedando en perfecta comodidad, y se sentó al lado del jóven, que la sirvió con cariñosa delicadeza.

—Confieso que no habia probado un solo bocado de comida desde que me levanté, le dijo.