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—Muy natural, muy digno y sobre todo muy cómodo, contestó mi padre.

Pero yo no he trabajado medio siglo rompiéndome el alma y haciendo una fortuna, para que el primer tonto que llegue y quiera apoderarse de ella, no tenga mas trabajo que el de enamorar á mi hija y pedírmela en matrimonio.

Su hijo es muy muchacho, aun tiene tiempo de trabajar para formarse una fortuna y casarse despues que la tenga.

Creo, pues, que hemos hablado lo bastante y que no tengo nada mas que responder.

—Piense, amigo, que cuando dos jóvenes se aman apasionadamente, es peligroso negarles así toda esperanza, porqué entónces suelen hacerse justicia por su mano.

—Amigo mio, yo gobierno mi casa y mi fortuna y estoy acostumbrado á que se haga lo que yo mando.

Lo que es mi hija corre de mi cuenta, cuide usted de que el suyo no se meta á lo que no debe, y todo habrá pasado en paz.

Yo me retiré rápidamente de la puerta, y me fuí á mi cuarto donde me puse á llorar amargamente.

Arturo seguramente iba á ser despedido por mi padre, y ya no podríamos vernos como ántes ni conversar con él de sus plácidos amores.

¿Qué habia querido decir el padre de Arturo con aquello de hacerse justicia por su mano?

Esto era lo que mas me intrigaba y lo que yo queria saber á toda costa.

Esperé á que mi padre me llamara para decirme algo, pero esperé inútilmente, pues poco despues lo sentí dirigirse á su cuarto donde se recojió como lo hacia siempre, despues de haber revisado los libros de la casa.

Yo no pude dormir en toda la noche, llegando en mi desesperacion hasta maldecir la fortuna de mi padre, puesto que esta fortuna era la causa única de que mi padre no consintiera mi casamiento.

Toda la noche me la pasé llorando y pensando lo que sería de mí, separada de aquel hombre á quien tanto amaba.

Yo conocia la firmeza de voluntad de mi padre y sabia por esperiencia que cuando él habia dicho que nó una vez, era inútil insistir.

A la mañana siguiente, pálido y desencajado se presentó Arturo á la hora de siempre.

No podimos vernos sinó de léjos, porqué mi padre lo esperaba y apénas entró lo llamó á su escritorio.

Tuve vehementes deseos de ir á escuchar como la noche anterior, pero confieso que no me atreví.

Temí ser sorprendida, y me quedé donde estaba trabajando, sofocando los sollozos que me ahogaban.

La conferencia aquella duró muy pocos minutos, al cabo de los cuales ví que Arturo salia del escritorio, tomaba su sombrero y se alejaba del almacen despues de haberme hecho con la mano una rápida señal de espera.