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desde la gente de mar que desembarcaba los pasageros hasta los peones que los conducian á los hoteles respectivos.

No solamente los negocios sinó las industrias y las profesiones estaban en manos de españoles.

Españoles eran los médicos, los boticarios, los abogados, los redactores de diarios y hasta en los empleados públicos habia gran mayoría de españoles.

Y los mismos Orientales, en contacto con la raza española, le parecian americanos españolizados ó españoles americanizados, lo que era mas exacto.

—No entiendo eta raza, pensaba Lanza; me gusta mas Buenos Aires, donde todo está en manos de italianos, donde todos nos entendemos y donde no hay que hacer esfuerzos de imaginacion para comprender lo que á una quieren decirle.

Lanza hizo una larga recorrida por la ciudad, sin encontrar un solo Italiano que valiera la pena.

Españoles por todas partes y como una excepcion, un frances que de cuando en cuando rompia la monotonia del idioma.

Cansado y con un hambre de todos los demonios, Carlo Lanza regresó á la ratonera de Washington, donde la comida le pareció lo ménos detestable de todo.

El hombre es un indulgente de primera fuerza, capaz de declarar un manjar al bodrio mas nauseabundo del mas detestable fondin.

Carlo Lanza devoró cuanto le presentáron por delante, teniendo apénas el tiempo de decir «¡magnifico!» entre plato y plato.

Y comió al extremo de hacer pensar al patron que si aquel apetito se reproducía todos los dias con igual fuerza, tendria que subirle la pension.

Carlo Lanza volvió á salir á la calle una vez concluido su almuerzo y se fué á pasear por la parte sud de la ciudad, no sacando en limpio nada mas de lo que habia observado por la mañana.

Lo único que lo encantaba de una manera estupenda, eran las mujeres de Montevideo, aquellas espléndidas mujeres, capaces de trastornar el juicio mejor sentado.

Aquellos ojos llenos de vida y que miran de una manera incomparable, le hacian soltar quinientos «Dio cane» en cada cuadra.

Y el aire gracioso y el cuerpo artístico y bien modelado, le hacian abrir la boca como si hubiera ido á comulgar con una puerta cochera.

Montevideo podia carecer de comercio, de dinero y de Italianos.

Pero en cambio tenia mujeres de una belleza estupenda y cuya sola contemplacion le compensaba su estadía allí.

Y no era una, ni dos, ni tres.

En cada cuadra hallaba diez ó quince jóvenes que le hacian abrir tamaña boca, y dos ó tres damas de una belleza imponderable.