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haciendo perder el miedo, hasta que quedé completamente tranquila.

Era Albisola un pueblito bello y de pocos habitantes.

La gente era sencilla y buena, aunque un poco curiosa como en todo pueblo pequeño.

La primera vez que salí á la calle á pasear el pueblo, la gente me miraba como si quisieran comerme.

—Me mortifica tanta curiosidad, decia á Arturo, pero este me contestaba sonriendo:

—No creas, tonta, no es curiosidad, es que los deslumbras con tu belleza magnífica; es natural que te miren; los astros del cielo se miran tambien y ya ves que á ellos no nos lleva ninguna curiosidad criticable.

Quince dias pasamos en Albisola, en medio de la mayor felicidad.

Yo lo habia olvidado todo y no vivia mas que de aquel hombre y para aquel hombre.

—No tenia en el mundo mas que su cariño, y como es natural, trataba de aumentarlo en lo posible.

Arturo no me daba motivos sinó para felicitarme de haberlo seguido.

Parecia vivir en mí al extremo de adivinar en mi mirada la menor impresion del espíritu.

—Bueno, basta de Albisola, me dijo un dia; es preciso que nos vayamos á pasear ya que estamos en completa libertad y podemos hacerlo; á la vida es preciso explotarla miéntras uno es jóven y si no se aprovecha el primer tiempo del matrimonio, despues vienen inconvenientes que no se pueden vencer.

De Albisola nos dirijimos á Turin, desde donde Arturo escribió á su padre indicando el punto donde debia contestarle.

El padre de Arturo conocia el paso que habíamos dado, pues él se lo dijo por carta ántes de salir de Génova.

Arturo tenia bastante dinero, lo suficiente segun él pensaba, para la gira que pensábamos dar, así es que de nada carecíamos.

En Turin me habia comprado una buena ropa, que aunque no era lujosa, para mí, habituada á mis trapos, me pareció una cosa soberbia.

De Turin pasamos á Florencia, á Roma y á Nápoles.

Asistíamos á todos los paseos y á los teatros, de modo que entre el cariño y las diversiones no tenia yo tiempo de pensar en otra cosa.

Yo, pobre de mí, creia que aquella vida debia ser eterna, y nunca se me ocurrió pensar en el porvenir, en el porvenir que debia ser tan miserable para mí.

A los seis meses de aquella vida yo me enfermé de cierta gravedad; fué necesario hacer cama y llamar médicos, lo que vino á alterar de una manera notable el presupuesto de Arturo, que vió con terror que su dinero concluia, felizmente junto con mi enfermedad, pero teniendo en el hotel una cuenta que era preciso pagar.