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—Yo no conozco la ciudad ni siquiera tengo idea de las diversiones, le dijo, temo perderme y no se me ocurre con quien salir.

Si usted quisiera prestarme un mozo á horas en las que no tuviera que hacer, me prestaria un señalado servicio.

—Algo mejor, mucho mejor que eso, respondió la señora Nina.

Despues de almorzar yo lo pondré en contacto con un capitan de buque que pára aquí actualmente.

Es un hombre muy jovial y paseandero.

No tiene nada que hacer durante el dia, se pasea toda la ciudad entera, de la que conoce hasta el último rincon.

Ni mandándolo hacer encontraria usted un compañero mas á propósito.

Carlo Lanza se empaquetó perfectamente.

La ropa salvada era la mejor que tenia, de modo que á su trage no habia reproche que hacerle.

Tomó asiento en la mesa redonda, y allí la señora Nina lo puso en contacto con el capitan Pietro Caraccio, que era la persona de quien le habia hablado.

Caraccio era un hombre de mas de cincuenta años, pero jovial y alegre al extremo de parecer un muchacho.

El venia á Buenos Aires una vez al año, y el mes ó mes y medio que tardaba su buque en la carga y descarga, lo empleaba en pasear y divertirse de todos modos.

En las reuniones alegres, en los cafés, en los teatros, en todas partes donde podia pasarse alegremente el rato, estaba siempre presente.

Sus amigos los Italianos mas acriollados lo llamaban Caracho, y él aceptaba el juego alegremente.

Caraccio era íntimo amigo de un ingeniero Caporale, veneciano tan alegre y travieso como él mismo, que andaba siempre exprimiendo á la vida todo el jugo que le podia sacar.

Caporale conocia cuadra por cuadra el Buenos Aires alegre, de modo que cuando se juntaba con el amigo Caracho no dejaban vericueto que no recorrieran.

Si Carlo Lanza hubiera mandado fabricar dos cicerones, no los hubiera hecho tan completos ni tan á su conveniencia.

Caracio lo pondria en contacto con Caporale, Caporale con Moretti, este con el ciego Maggi, y en un momento, entre todos, lo pondrian al corriente de lo que era Buenos Aires, y lo que se podia hacer en negocios nuevos.

Tanto el capitan Caraccio como los demas marinos que habia en la mesa, simpatizáron en el acto con aquel jóven tan espiritual y tan franco, que los trataba como si toda la vida los hubiera conocido.

El marino no desconfia nunca del hombre que tiene al frente, miéntras este no le dé un motivo notorio de desconfianza.

Juzga á los demas por sí mismo y se abre pronto á las impresiones de la buena amistad.

¿Por qué habian de desconfiar de Lanza, cuya juventud y exterior simpático tanto prevenia en su favor?