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hermana mayor y una sirvienta vieja que tenemos.
Después me preguntó: — ¿Cuántos años tienes? — Once. — ¿Cómo te llamas? — Ma- tía Gómez, dije mintiendo, ya sabía yo que me lo iba a preguntar. — ¿Y tu mamá, por- que no vino contigo?
—Y... estaba un poco indispuesta. ..
—Bueno, bueno, vamos a ver como te por- tas.
Enseguida, viéudome esta raspadura de la rodilla que me hice al escaparme por la ventana, me la vendó cuidadosamente con un pañuelo.
No era mala al principiv. Lavé con entu- siasmo el zaguán, lo mejor que pude, los vi- drios de una puertz, y sacudí el polvo de los muebles. A mediodía, ya pasada la una, comí en la cocina, sentada en un cajoncito, los res- tos de un puchero desabrido.
Había un solo chico en la casa, apenas de meses, y después de secar los platos me man- «daron a la calle para que lo pasease, pero no en los brazos, sinó en una sillita baja, con ruedas, transformada en cochecito.
Fuí y volví diez, veinte, cincuenta veces, de un extremo al otro de la vereda. Me dis- trajo al principio el barrio, los chicos que