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— Qi

percibía el halo luminoso que cireuía el pá- lido rostro de la virgen.

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Mi sueño esa noche fué dulce y cándido. Alegre y trémulo el despertar.

Todas vestidas de blanco, ceñida de tules y flores la frente, nos preparamos a recibir la blanca hostia. Sabíamos de memoria la lección: Abierta la boca, debíamos esperar a que sola se disolviera en nuestra lengua. El

espíritu santo se transfundiría así en nues- tra sangre y en nuestro cuerpo.

Sea porque la realidad visible — monjas nerviosas en el ajetreo del momento, apretu- jones y empellones groseros de las visitas — desmereciera de lo magnífico de mi sue- ño, o sea por que el “estado de gracia”” ha- bíame abandonado, el caso es que mordí la hostiz saboreándola, engolosinada con el recuerdo de unas masitas de confitería, re- vestidas de idéntica substancia.

Como si el acto cometido hubiera arrojado de mi alma todo vestigio de fé, hice alarde de lo sucedido con mis compañeras. Durante diez días fuí condenada a permanecer con