chísimas casas a grandes alturas, cercanas a las nieves perpetuas y en lugares donde no hay pasos ni la tierra produce absolutamente nada, ni hay tampoco agua. A pesar de ello, la opinión de la gente del país—si bien no aciertan a explicarse las circunstancias apuntadas—es que, juzgando por el aspecto de las casas, los indios deben de haberlas usado como residencias. En este valle de Punta Gorda, los restos de esas edificaciones se componen de siete u ocho cuartitos cuadrados, de forma semejante a los de Tambillos, pero construídos principalmente de un barro cuya resistencia no saben dar al de hoy ni los habitantes de aquí ni, según Ulloa, los del Perú. Estaban situados en el sitio más visible e indefenso, en el fondo plano del ancho valle. Los manantiales y las corrientes de agua más próximas distaban de tres a cuatro leguas, y, con todo eso, ni eran buenos ni abundantes. El suelo no producía absolutamente nada; de modo que en vano busqué algún liquen adherido a las rocas. Al presente, contando sólo con las bestias de carga para el transporte, no podría explotarse aquí con provecho una mina, a no ser que fuera muy rica. Y, no obstante, ¡los indios escogieron antiguamente este sitio para fijar en él su residencia! Si en el día de hoy cayeran al año dos o tres chubascos, en lugar del único que ahora cae, probablemente se formaría un arroyuelo en este gran valle, y entonces, por un sistema de riego como el que en lo antiguo supieron aplicar tan bien los indios, el suelo produciría fácilmente lo necesario para sostener unas cuantas familias.
Tengo pruebas convincentes de que esta parte del continente sudamericano se ha elevado cerca de la costa, al menos, de 400 a 500 pies, y en algunas partes, de 1.000 a 1.300, desde la época en que vivían las conchas existentes, y más adentro la elevación ha sido mayor probablemente. Como la peculiar aridez del clima es a todas luces consecuencia de la altura