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cap.
darwin: viaje del «beagle»

llegó una orden perentoria prohibiendo esa práctica, dando por razón ¡que las perdices no tendrían dónde anidar!

En mis paseos crucé varias veces por llanuras herbosas limitadas por profundos valles, sobre los que está la finca de Longwood. Vista a corta distancia, parece la residencia rústica de un ricacho. Frente a ella hay algunos campos cultivados, y allende éstos se alza la pelada colina, de rocas coloreadas, llamada Flagstaff y la negra mole cuadrada y áspera del Barn. En conjunto, la vista era un tanto vulgar y desprovista de interés. La única molestia que padecí durante mis paseos fué la de tener que luchar con vientos huracanados. Un día observé una circunstancia curiosa: hallándome de pie en el borde de una llanura terminada por un farallón enorme, de unos 1.000 pies de profundidad, vi a la distancia de pocos metros, en la dirección exacta de barlovento, algunas golondrinas de mar que luchaban contra una brisa impetuosa, mientras donde yo me hallaba el aire estaba en perfecta calma. Me acerqué al borde del despeñadero, donde la corriente aérea parecía doblarse hacia arriba desde la pared del acantilado, extendí el brazo, e inmediatamente sentí toda la fuerza del viento: una barrera invisible, de dos metros de anchura, separaba perfectamente el ventarrón del aire tranquilo.

Tanto gocé en mis excursiones por entre las rocas y montañas de Santa Elena, que casi sentí pena en la mañana del 14, cuando tuve que bajar a la ciudad. Antes del mediodía me trasladé a bordo, y el Beagle se hizo a la vela.


El día 19 de julio llegamos a Ascensión. Todos los que hayan contemplado una isla volcánica situada bajo un clima árido, podrán figurarse desde luego el aspecto de Ascensión. Basta imaginar un conjunto de colinas cónicas, peladas, de un vivo color rojo, con