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de la isla mauricio a inglaterra

círculo de bajas colinas, o más bien por el borde de una región elevada unos 200 pies sobre el nivel del mar. La antigua ciudad de Olinda se levanta en una extremidad de esta cadena. Un día tomé una canoa y subí por uno de los canales a visitarla; me pareció mejor situada, más atrayente y menos sucia que Pernambuco. Debo hacer constar aquí lo que me ocurrió por vez primera después de viajar por el mundo durante cerca de cinco años, y fué el haber sido tratado con grosería. En dos casas distintas me rechazaron con malos modos, y con dificultad obtuve permiso en una tercera para pasar por sus jardines a una colina inculta, a fin de examinar el territorio. Me alegro de que sucediera esto en el país de los brasileños, porque no les tengo buena voluntad: es tierra de esclavitud, y, por tanto, de rebajamiento moral. Un español se hubiera avergonzado de sólo pensar en la descortesía con que se me trató y de usar con un extranjero tan rudas desconsideraciones. El canal por donde hice el viaje de ida y vuelta en mi excursión a Olinda tenía sus márgenes vestidas de manglares, que brotaban al exterior de las herbosas márgenes cenagosas, como un bosque en miniatura. El vivo color verde de estos arbustos me ha recordado siempre la lozana hierba de un cementerio: una y otra vegetación se nutren de emanaciones pútridas; la última habla de muerte pasada, y la anterior, de muerte venidera.

El objeto más curioso que vi en estas cercanías fué el arrecife que forma el puerto. Dudo que haya en el mundo entero otra estructura natural que más se asemeje a las construcciones artificiales [1]. Se extiende en línea perfectamente recta, paralela a la costa, y no muy distante de ella, por un trayecto de varias millas. Su anchura varía entre veintitantos y 60 metros, pre-


  1. He descrito esta barra, con pormenores, en el London and Edinburgh Philosophical Magazine, vol. XIX (1841), pág. 257.